Ha de ser una tarde magnífica allí en la tierra. Seguro habrá paredes pintadas a manotazos de cal iluminadas de un reflejo púrpura. Tal vez se abra la ventana de un balcón que hacía tiempo no se abría y el ruido de los herrajes secos no llegue siquiera a importunar a los empleados de la morgue o a los piadosos sepultureros.
Descendí. Si algo no defraudó mis convicciones fue que el infierno estaba abajo. Si algo no desmintió mis temores disfrazados de certezas que no me inquietaban, fue que hacia allí iba.
Encendí un cigarrillo en ese camino sin tiempo y reconocí esto último porque todas las pitadas eran siempre una primera. El infierno es el olvido, pensé dándole motor a una lógica que creí irrebatible en algún pasaje de mi adolescencia. Descendí hasta que ya no descendí más, o al menos dejé de percibir el descenso.
Si mucho me había costado imaginar las puertas del cielo, cuestión a la que dedique quizás muy pocos pensamientos, más habíame costado imaginar las del infierno. Las puertas infernales sí merecieron noches de desvelo, sin embargo, si eran esas, poco se asemejaban a la huella febril de mí nunca vívido recuerdo.
No había remolinos de fuego abrasador, tampoco aldabas de hierro corroído colgando como últimas palabras de rostros indescriptibles. No deambulaban seres desmesurados en formaciones ni gestos. No había crudos alaridos desgarradores y taladrantes. Mi garganta no sentía la presencia de vapores cáusticos, ni danzaban ante mi impotencia diáfanas hembras bífidas de exuberante naturaleza.
Podría bien haber pensado que aquel lugar era una artimaña del decano de los reinos infernales; un requilorio infame de la burocracia de las cortes de Belzebú. Sin embargo no traté de reconocer el lugar por todo lo que no era; reconocí en esa llanura sin clima, sin tiempo, sin referencia, al infierno.
Y dónde estaba Dante, todos los profetas, Goethe, los pintores renacentistas, Rimbaud y los niños que se juntaban en la esquina del empedrado y la farmacia a decir que habían visto al diablo entrar al cabaret. Al menos pretendí la presencia de Aqueronte, algún perro negro, una ráfaga de calor sofocante, que mi nariz se conmoviera por el olor a azufre. Renuncié a que ojos encendidos de muerte confirmen mi sentencia, pero pretendí al menos una mínima consternación, un filo frío de humedad partiendo mi espalda al medio.
Nada de eso paso. Pensé en el rostro de quien llegando al paraíso hubiérase sentido unido a mí por el mismo sentimiento. Si el infierno no era infierno (al menos como occidente creía debía serlo), se regodeaba en mi desazón la humana piedad de que el paraíso no fuera paraíso. Quizás mi espera, y la espera de ese otro, sólo error extremo. Qué peor paga podría esperarse del pecado; la ignorancia absoluta, el siquiera reconocimiento de la fe, inesperada aunque latente, de un instante de insignificante arrepentimiento que constara en reconocer los momentos en que uno pudo quizás elegir.
Corrió una brisa de ninguna parte hacia la nada y seguí fumando mi cigarrillo cuya toda pitada era siempre la inicial. Pensé en algo y lo olvidé; entonces volví a pensarlo para volver a olvidarlo. Así cada breve pensamiento tenía el gusto del primero; nunca se enlazaban, era el mismo siempre efímero y circular. Nacía y moría, y seguido resurgía de la nada sin la memoria de haber existido.
Me encontré allí sin nombre y sin cuerpo, sin pasado ni futuro, sin relación alguna con lo que en la tierra llaman tiempo. Como un turista en medio de la soledad más absoluta, esperando sentir que el lugar se definiera de una vez, a lo largo de una espera que tenía demasiado en común con lo efímero para ser eterno y demasiado con lo eterno para percibir lo pasajero.
Un día me fue simple comprender lo terrestre puertas adentro del cementerio; nunca hubiera imaginado que fuera justo eso lo que hiciera tan complejo reconocerme en aquel sitio puertas afuera de lo terrestre.
por José M. Pascual
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